Salimos de casa poco después de las nueve de la mañana provistos del plano que marcaba las tumbas del camposanto. Sergio, fiel a su hábito de organizar excursiones, quehaceres cotidianos o cualquier actividad que demande una mínima preparación, encontró una ruta que descargó previamente de Google. Antes de tomar la carretera paramos en la copistería, donde perdí la noción del tiempo mirando cuadernos de tapas coloridas y bolígrafos dispares en sus formas, que no necesitaba, e imprimimos dos copias del cementerio.
Cuando emprendimos la marcha y recorrimos la mitad del camino nos detuvimos en El Ordal. A pie de carretera esperaba la habitual cafetería que nos sirvió de tregua en los interminables viajes de Barcelona a Tarragona, durante los tiempos de tomar las primeras decisiones conjuntas y de asumir riesgos. La puerta, cerrada, mantenía el ambiente fresco mientras el aire acondicionado suspiraba a todo trapo. Tiramos del pomo, con la misma entrega del que se zambulle en aguas marinas huyendo del estío, y nos dirigimos hacia una de las mesas situadas al fondo. Él pidió su irrenunciable bocadillo de queso, y un café con leche, en la mesa, calentó el lado frente al que me senté, acompañado por dos deliciosos pastelitos de cabello de ángel y una bandeja de recuerdos servida a propósito de la mudanza a la que sobrevivimos, siete meses atrás, al tiempo que abandonaba mi piso de soltera (de divorciada más bien). Estábamos decididos a encontrar las tumbas de los escritores señaladas en el plano, aunque la conversación que mantuvimos junto a la ventana del local, esquivando los rayos del sol que se filtraban por la cortina, no se limitó a repasar los que yacían en la montaña de Montjuic, también, y tal vez motivados por ellos, charlamos sobre estilos literarios y narradores, sobre Shakespeare y Joyce. Él me preguntó sobre varias obras del dramaturgo. Dos años atrás decidí leer o releer al autor de Hamlet, de modo que compré las obras completas y dediqué días enteros a varios de sus títulos, pero él me preguntó, nada menos, por las todavía pendientes, como suele ocurrirnos a los lectores, eternos insatisfechos que nunca leerán aquella obra por la que se les interroga.
Aún en la cafetería, Sergio pasaba el bolígrafo negro sobre los cuadrantes del mapa donde se encontraban las tumbas que visitaríamos, si nos acompañaba la suerte: si el coche no se calentaba y nos dejaba tirados a medio camino. Se entretuvo tanto en la mesa trazando itinerarios en el folio grisáceo, que sospeché sus razones para retrasar la marcha. Sin duda, esperaba a que el motor se enfriara. Debí cruzar los dedos para no sufrir incidente alguno, pero las bambas me apretaban y no me lo permitieron, le aclaré pasadas las horas, demasiado tarde para cambiar nuestro destino.
Después del desayuno me sentí llena, también esperanzada de que mi falda blanca de flores negras no marcara barriguita (es curioso que usemos diminutivos, mimosos por naturaleza, para referirnos a una parte del cuerpo que tan pocas simpatías nos despierta) y conjuntada con las bambas rosas de imitación, de indiscutible comodidad, que compré a los manteros la noche anterior, en el paseo marítimo del pueblo costero en el que ahora vivo y que invadí , pero que me conquistó a mí.
No tardamos en llegar al cementerio, y lo hicimos sin paradas o averías que nos importunaran teniendo presente que el fatigado Peugeot se calienta alrededor de una hora después de introducir y girar la llave de contacto, un auténtico fastidio agravado por el hecho de que el aire acondicionado no es más que un recuerdo de sus primeros años, la sombra que los vehementes rayos de julio, verano tras verano, extinguieron.
Cuando llegamos a la montaña y salimos del coche nos sentíamos impacientes por encontrar las sepultas celebridades. Una semana atrás, por razones imposibles de relatar (imposiciones de la cotidianeidad) cayó en mis manos un certificado de defunción. Era el primero que veía y me resultó hipnótico contemplar el nombre del difunto, también la fotocopia del carné de identidad, y así se lo referí a la persona que en ese momento me acompañaba. No recuerdo cómo empezó la conversación, sólo que me habló del cementerio de Montjuic, del arte que yacía sobre aquellas tumbas sembradas en la montaña, con vistas a Barcelona. Mi afición por los cementerios, una afición que comparto con Sergio, me inspiró para las vacaciones que ya vislumbraba, de modo que quedamos en visitarlo en una de las excursiones que planeábamos durante el atardecer, ya en casa. Por supuesto, él aceptó sin dudarlo, pese al calor, a las ínfulas que se gasta el mes de julio.
Continuará…
Boletín Letraheridos, agosto 2019
También podéis leer la Necroresueña de Sergio Bonavida Ponce aquí
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