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Reseñas y textos

Por qué escribo

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Boletín Letraheridos, nº 7, año 2
Fecha: octubre de 2019
Enlace aquí: http://bit.ly/2VNlsgp

Dos niños chapotean en el mar, y, al traspasar la ola el umbral de sus cinturas, saltan, salpican con las manos, en los primeros impulsos, esparciendo la espuma hacia los lados. Me acerco hasta ellos y retrocedo un paso en el bullicio del goteo cuando el agua fría, sobre el pecho, me acobarda. Avanzo en dirección a la templada prudencia con el agua cubriendo las rodillas y el sol ardiendo en la cara, pero no lo vivo. Lo imagino. Lo escribo.

Porque en ese acto bordeo la posibilidad de habitar infinitos lugares, de reducir las distancias con los ojos de adulta que me separan de la niñez, idílica, al recordarla tras el parapeto del presente. Y si es el futuro el que pretendo conquistar movida por la presunción de invadir mundos ajenos, puedo inventarlo, dirigirme a él, aunque la elasticidad de mi bolsillo no dé para el billete.

Las consecuencias, sin embargo, no tardan en manifestarse, pues escoger la soledad que la escritura requiere me supone, no diré soportar el silencio perpetuo, sino encarar los ruidos de fondo que oigo desde mi habitación, el del tren que pasa al otro lado de la ventana, la inamovible presencia de las cuatro paredes que me cercan o el eco del interruptor al apagar la luz amarilla, supone vivir en los cuartos, tras los jardines. Pero la enajenación que te domina al obsesionarte con un paisaje o un ambiente predilecto, con unos personajes o con un recuerdo, es irrenunciable, y una vez elucubras el modo de revelar una verdad imposible de ser comprendida, si la muestras desnuda, y descubres que vistiéndola de ficción se produce el milagro del entendimiento, entonces es imposible renunciar al hábito.

Recuerdo cuando la verdad se convirtió en el objetivo. Fue una meta fugaz; no, peor aún, un engaño que traté de acallar buscando simbologías sobre aquello que escribía. Reconozco que conservo un sentido religioso de búsqueda desde que soy atea.

Ahora interrogo a mis escritos de modo que cuando hablo sobre una orilla a la que me acerco les pregunto si es realmente el agua gélida que salpica la que me acobarda, o si son los niños o tal vez la desnudez que no menciono. Aun así, y pese al caos aparente, por más que la ciencia o la tecnología avancen no encuentro otra forma de ordenar el mundo y de perfeccionarlo, confundido por los atropellos del habla y de la existencia, que no sea a través de la escritura.

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