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Reseñas y textos

Las inseparables, Simone de Beauvoir

No hay duda de que las escritoras que han influido en nuestro modo de ver el mundo mediante su pensamiento, hasta el punto de llevarnos a modificar creencias o ideas instaladas por ciertas enseñanzas o costumbres, son las primeras que recordamos cuando aparecen propuestas como la de este especial de febrero, en el que la mujer es protagonista.

Simone de Beauvoir se encuentra entre las autoras que ha dejado su impronta en muchas mujeres a lo largo de los años, como a mí me ocurrió. Mi primera toma de contacto con la filósofa fue a través de su libro El segundo sexo, ensayo que intervino en mi visión sobre cuestiones relacionadas con nuestra forma de estar en el mundo o en temas como el aborto. A menudo, lo relevante estriba en comprender por qué mantenemos una postura u otra respecto a un asunto y las implicaciones que conllevan tales posicionamientos y la escritora, desde luego, invita a la reflexión.

No sería la última vez que visitaría el aula de la filósofa, me dije después de la primera experiencia, por eso recibí con satisfacción la última de sus entregas, una obra oculta en el cajón durante años y que por fin llega a las librerías. Se trata de Las inseparables, novela póstuma que narra la amistad entre Sylvie, alter ego de la autora, y su amiga Andrée, Elisabeth Lacoin, también conocida por Zaza en la vida real, y ambas comparten protagonismo con el despertar sexual, propio de la adolescencia en la que se encuentran las jóvenes.

Me acerco a la obra con expectación como si fueran palabras venidas del más allá y compruebo que el tema en absoluto ha perdido vigencia, pues, una vez más, se hace patente que el mundo de las apariencias, tan bien acomodado en la religión, cobra sus víctimas.

En los primeros capítulos, escritos en primera persona, se desarrolla la relación entre las dos niñas, procedentes de la burguesía francesa católica, que se conocen a la edad de diez años en el centro Desir, en París, al que asisten como alumnas. Enseguida asistimos a la fascinación que sintió Sylvie (Simone) ante el carácter vital y arrollador de Andrée (Zaza).

Sin embargo, la I Guerra Mundial abriría una brecha entre las dos. El padre de la autora se sume en la ruina, de modo que la familia queda desclasada y, en consecuencia, Simone se ve obligada a trabajar. Dotada de una independencia, que liberará a la autora de los yugos propios de la mujeres de la época y que recuerdan a la sociedad victoriana del siglo que la precede, se distancia de su amiga. Desde ese punto encumbrado que concede la libertad, vive la relación con su amiga y con la religión o creencias que había observado hasta entonces.

Los sentimientos de la autora hacia su amiga son profundos y los percibe como pueden percibirse los que acompañan al primer amor, lo que revela un espíritu libre y menos dado a los convencionalismos. Ante la duda que algunos plantean, en cuanto a si Simone hubiera sido la feminista que conocemos de no haber sido por Zaza, encontramos respuesta en su carácter y precocidad, que la llevaron a romper los lazos con la religión a una edad temprana y a pesar de la época, zanjando, en mi opinión, cualquier incógnita, pues la vida que se abría ante ella le daría suficientes razones para profesar su feminismo. ¡Sería por motivos!

En cuanto a Zaza, la existencia no tiene más misterios para ella que los reservados a su sexo, edad y clase, de modo que acepta su destino sin reservas y el matrimonio implícito que conlleva y que, le guste en mayor o menor medida, es ineludible; y, así, con buen ánimo, se somete a las entrevistas organizadas por su madre, entrevistas destinadas a encontrar el pretendiente que hará de ella una mujer respetable.

La relación entre la madre de Andreé (Zaza) y la hija es uno de los aspectos que trata la obra, el amor incondicional de la una y las acciones manipuladoras de la otra que, contra todo pronóstico, verá frustrada su ambición.

Los personajes, perfilados con breves pinceladas, conceden, sin embargo, una imagen clara de su carácter. Cada uno de ellos sufre las consecuencias inherentes a renunciar a sus anhelos y sueños, de adaptarse a normas rígidas y asfixiantes y los efectos de tales preceptos en la cotidianeidad. El hecho de que las niñas se traten de usted revela un distanciamiento artificial entre personas que se aman y, en cualquier caso, no augura nada bueno.

La muerte está presente en la obra y de un modo sutil se insinúa que la rigidez de sus vidas acabará por quebrar o enfermar a quien se somete a sus líneas rectas, y si algo me fascinó especialmente, fueron los diálogos entre las jóvenes. No tienen desperdicio:

—¡Ay! —dijo Andrée—. A veces, hagamos lo que hagamos, todo está mal.

Se acostó, pero dejó encendida la lamparilla azul, a la cabecera de su cama.

—Es una de las cosas que no entiendo —dijo—. ¿Por qué no nos dice Dios lo que quiere exactamente de nosotros?

No contesté; Andrée rebulló en la cama y se colocó bien las almohadas.

—Me gustaría preguntarle algo.

—Pregunte.

—¿Sigue creyendo en Dios?

No titubeé: esa noche la verdad no me daba miedo.

—Ya he dejado de creer —dije—. Hace un año que no creo.

—Me lo temía —dijo Andrée. Se enderezó en las almohadas—: ¡Sylvie, no es posible que haya solo esta vida!

—He dejado de creer —repetí.

—A veces es difícil —dijo Andrée—. ¿Por qué quiere Dios que seamos desgraciados? Mi hermano me contesta que ese es el problema del mal y que los padres de la Iglesia resolvieron hace mucho; me repite lo que le enseñan en el seminario; eso no me satisface.

—No; si Dios existe, el mal no se entiende —dije.

—Pero a lo mejor hay que aceptar no entender —dijo Andrée—. Querer entenderlo todo es orgullo. —Apagó la lamparilla y añadió en un susurro—: Seguramente hay otra vida. ¡Tiene que haber otra vida! (pág.52-53).

La reacción posterior de Sylvie (Simone de Beauvoir), respecto a cómo afectaría su revelación y hasta qué punto podía permitirse ese tipo de conversaciones aparentemente inocentes, pero que ponían en riesgo la relación, es interesante. El pensamiento de la autora pone de manifiesto su tendencia al análisis filosófico, desde temprana edad.

—[…] Sylvie, si no cree en Dios, ¿cómo puede soportar estar viva?

—Pero sí me gusta estar viva —dije.

—A mí también. Pero, precisamente, si pensara que la gente a la que quiero iba a morirse del todo, me mataría enseguida.

—Yo no tengo ganas de matarme —dije.

Salimos de la sombra de la higuera y volvimos a casa en silencio. Andrée comulgó el domingo siguiente. (pág. 55).

El temor a la opinión de los demás, a ser jugados por nuestra postura en cuestiones de política, religión o por traspasar los lindes de lo aceptado por la mayoría, recuerdan a los tiempos presentes. Sin duda, además de la narración y de los ambientes que consigue crear, nos encontramos ante una obra sumamente interesante, bien narrada y de actualidad, de modo que esperamos que salga a la luz la obra completa de una autora que sigue orientando con sus valiosos destellos.

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