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Petalografías

La escritura indómita

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La estadounidense Mary Oliver, autora sobresaliente en el ámbito de la poesía, es una ensayista destacada de la nature writting, y su obra y Premio Pulitzer, La escritura indómita, de Errata Naturae,ha sido reconocida como libro de referencia.
Uno de los aspectos llamativos de esta serie de ensayos, prologados por Elena Medel, escritos en una prosa cuidada, poética y viva es, en mi opinión, la simbiosis que se produce entre naturaleza y literatura, fusión inevitable en una poeta que, ya en la adolescencia, vio en los bosques su refugio.
Y tal vez por ello, por el hecho de haber crecido en una familia disfuncional que la impelía a cobijarse en la naturaleza, basó parte de su obra en las observaciones registradas durante sus paseos por el campo, también en los numerosos animales que la acompañaron a lo largo de sus días como leemos en su maravilloso y tierno poemario sobre sus perros, Dog songs, de Ediciones Valparaíso:
 
«BENJAMÍN, QUE VINO
DE QUIÉN SABE DÓNDE
 
¿Qué debo hacer?
Cuando agarro la escoba
él se marcha del cuarto.
Cuando traigo la leña
corre por el patio.
Después vuelve, y nos abrazamos
por mucho tiempo.
En su pecho agachado puedo oír
cómo su corazón se calma.
Entonces froto sus hombros
y beso sus pies
y acaricio sus largas orejas de sabueso.
Benny, le digo,
no te preocupes. Yo también conozco el modo
en que la antigua vida persigue a la nueva».
 
Entramos en La escritura indómita con una reflexión sobre el proceso de la escritura, referente al preciso instante en el que una idea o un modo de expresarla nos viene a la mente y entonces, cuando logramos aprehenderla y empezamos a plasmarla en el papel, algo nos distrae, tal vez un ruido exterior o alguien que nos interpela o lo que es peor, como ella misma dice, las voces interiores.
El yo escindido, la necesidad de soledad del creador, la lectura como salvación o el esfuerzo que requiere el trabajo creativo forman parte de los temas que considera; incluso analiza el material en el que debe estar compuesto el artista llevado, forzosamente, por un compromiso ineludible con su obra.
 
«De esto no cabe duda: el trabajo creativo exige una lealtad tan absoluta como la lealtad del agua a la fuerza de la gravedad. Aquel que atraviese los territorios salvajes de la creación y no sepa esto —no lo asimile—, estará perdido. Aquel que no anhele ese espacio a cielo descubierto que es la eternidad, debería quedarse en su casa. Una persona así es perfectamente válida, y útil, e incluso excelente, pero no es un o una artista. Una persona así viviría mejor con ambiciones puntuales y tareas consumadas, engendradas tan sólo por la chispa del momento. Una persona así haría mejor en abandonar y pilotar un avión».
Así pues, su compromiso con la literatura es indudable. Se reconoce a sí misma como una persona despistada, imprudente, desconsiderada con las obligaciones sociales y, sin embargo, comenta, ni se siente culpable ni siente vergüenza, pues la lealtad, añade:
«… se la debo a la visión interior, cuandoquiera y comoquiera que surja […] No hay otro modo de realizar un trabajo con valor artístico. Y, para el que se afana, un eventual éxito lo compensa todo. Las personas más pesarosas del mundo son aquellas que sintieron la llamada creativa, las que sintieron su propio impulso creativo, obstinado e inquieto, y no le dedicaron ni esfuerzo ni tiempo».
El uso de la sustantivación confiere vivacidad a las imágenes descritas, de modo que quedan impresas en el lector como si este fuera testigo directo de los campos salvajes que afloran en su texto; y el estilo, además del diálogo permanente con autores que sirvieron de base en sus inicios como escritora, dotan al texto de dinamismo, un texto acompañado por voces de escritores muertos, pero vivos en su memoria como si estuvieran presentes.
 
«Whitman fue el hermano que no tuve. Sí tuve un tío, al que quería mucho, pero se mató un lluvioso día de otoño; Whitman, en cambio, se quedó conmigo, quizá más tío mío que nunca a raíz de la pérdida del otro. Era el chico gitano con quien mi hermana y yo nos íbamos a los lejanos campos de las afueras del pueblo, con nuestro poni, para coger fresas. El muchacho rumano se marchó; Whitman brillaba en la penumbra de mi habitación, que empezaba a llenarse de libros, y cuadernos, y botas embarradas, y la vieja máquina de escribir Underwood de mi abuelo».
 
Búhos, conejos, rayas, perros, ciervos y todo tipo de animales y de paisaje pueblan las páginas de esta obra y de las anotaciones registradas directamente durante los paseos campestres a lo largo de su vida, ya inmortalizados.
 
«¿Quién diría al ruiseñor que su canto es frívolo por carecer de palabras?».
 
«¿Te parece que el chochín sueña con un hogar mejor».
 
«Aunque no los hayas visto, hay cisnes, incluso ahora
golpeteando dentro del huevo y emergiendo
a la luz del sol.
Ellos saben quiénes son».
 
«¿Quién eres?, gritaron ellos, en la linde del pueblo.
Soy de los vuestros, respondió el poeta.
Aunque iba vestido como el viento, aunque parecía una cascada».
Mary Oliver, para mí, ha sido un descubrimiento y, aunque su obra se compone de una trentena de títulos, es una autora, por desgracia, poco traducida en nuestro país, aunque es cierto que los lectores en lengua catalana tenemos el privilegio de contar con su poemario Ocell Roig, traducido recientemente por Godall Edicions mientras esperamos que el resto de su obra vaya llegando.

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