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Petalografías

Diario Rural

Fuente original Revista Letraheridos abril de 2022. Enlace aquí.

A finales del invierno, las fotografías de los almendros en flor brotaron en las redes sociales y alegraron las pantallas de nuestros ordenadores y los móviles de paseantes renuentes a aceptar el curso efímero de un lienzo estacional, luminoso y animado, que revelaba la cercanía y los olores de la primavera.
Cuando leemos Diario rural (Pepitas ed.) da la impresión de que Susan Fenimore Cooper, nacida en un pueblo de New york, en el año 1813, debió de sentir un impulso similar al del fotógrafo casual de la actualidad, pues retrató detalladamente en su cuaderno el hielo quebradizo sobre un lago, a finales del invierno, los primeros soles de la nueva estación, las hojas tiernas del sauce blanco o los tonos azulados del alerce de su tierra natal y todo acontecimiento que no escapara a su mirada de naturalista.
El libro empieza con un prólogo magnífico de la autora de «Tierra de Mujeres», María Sánchez, y, además de presentar a Fenimore Cooper y a su obra, plantea una reflexión interesante relacionada con el desconocimiento general de una escritora, y pionera de la literatura de la naturaleza, relegada al olvido, en contraste con otros escritores masculinos de renombre.
De hecho, ¿quién podría sospechar que una de las obras cumbre en defensa de la naturaleza, como es Walden, fue escrita cuatro años después que «Diario Rural» y que su autor, Henry D. Thoreau, llegó a leer el presente diario y a mencionarlo en uno de los medios en los que colaboraba?
Los conocimientos de la autora sobre el entorno y el saber transmitido en gran medida por su padre y por su biblioteca se perciben en cuanto una se adentra en las páginas de este cuaderno de campo dividido en dos partes: la primera referente a la primavera y la segunda al verano.
Su conocimiento de los pájaros, la capacidad de observación, la descripción de las costumbres aviares, el saber forjado en parte cuando acompañó a su padre a Europa llaman la atención del lector actual, igual que, en su tiempo, debió de impresionar a Charles Darwin hasta el punto de que se preguntara por la identidad de la autora y la mencionara en una carta, dirigida al naturalista Asa Gray, admirado por su «relato magistral».
«La golondrina purpúrea es otra ave que pertenece a nuestro mundo occidental, distinta por completo al avión común de Europa. Se trata sin embargo de un pájaro mucho más extendido por este continente, ya que va desde el Ecuador hasta los territorios de las pieles, al norte. Es el ave más grande de su tribu y una criatura muy atrevida y valiente, que ataca incluso a los gavilanes y las águilas que aparecen en sus terrenos…»
Aun tratándose de una mujer instruida, poseedora del conocimiento científico, alejada del romanticismo y del trascendentalismo de Emerson, Susan Fenimore, en algunos pasajes, recuerda a Emily Dickinson y, como la poeta, se deleita en las palabras, en los nombres que designan a las flores. Me pareció especialmente curioso su rechazo hacia el latín empleado para nombrar a las plantas, tan útil para la mayoría cuando se trata de identificar o contrastar unas especies de otras y que, sin embargo, revela el espíritu sencillo de la escritora y su predilección por épocas de mayor simplicidad, como ella misma sugiere.
«Es cierto que los nombres comunes de nuestras flores silvestres se encuentran, cuando menos, en una situación muy poco satisfactoria […] Todas aparecen en las obras de botánica con apelativos en latín, largos y torpes, muy poco aptos para los usos cotidianos, como las plantas de nuestras huertas y jardines, la mitad de las cuales se conocen solo con nombres en latín eternos y polisílabos que a la gente tímida le da miedo pronunciar […] ¿Qué tiene que ver una lengua muerta en situaciones del día a día con las flores vivas del momento?».
Y esa sencillez se refleja a sí mismo en una mirada amable sobre sus vecinos, sobre una comunidad formada por viejos y jóvenes, grandes y pequeños, que espera la llegada de una tormenta o la de los zorzales robín o que se inquieta por los cambios en el clima o que propaga sus leyendas.
Su preocupación por la sociedad que la rodea, la crítica a la matanza de los pieles rojas, así como a la situación de la mujer que trabaja en el campo son contundentes y refleja, en su análisis sobre las campesinas, una mirada feminista.
«Tuvimos a sí mismo la oportunidad, en otra ocasión, de ver a una mujer arando en este condado, el único ejemplo de este tipo que hemos observado jamás en nuestra parte del mundo. Muy posiblemente fuese una extranjera, acostumbrada al duro trabajo de los campos de su propio país. En Alemania, recordamos haber visto una vez a una mujer y una vaca, las dos hembras, unidas por un arreo, arrastrando el arado, mientras un hombre, seguramente el marido, las dirigía a las dos».
Susan Fenimore Cooper, como ecologista que fue, también mostró preocupación por los bosques y por la tala de árboles. Si en «La Nación de las plantas» Mancuso advierte sobre la necesidad de llenar de plantas cualquier superficie apta para la vida vegetal y sobre la incompatibilidad de la tala de árboles con nuestra supervivencia, la escritora, en su «Diario rural», denuncia de un modo también concluyente.
«Hoy por hoy, los taladores de árboles son una raza inclemente. Los primeros colonos miraban los árboles como a enemigos y, a juzgar por las apariencias, uno pensaría que algo de ese espíritu prevalece aún entre sus descendientes en la época actual. No sorprende quizá que un hombre cuyo objetivo principal en la vida es ganar dinero quiera convertir en madera sus billetes con la máxima celeridad posible […]»
Una se pregunta qué hubiera ocurrido con la escritora si hubiera continuado escribiendo su obra en lugar de abandonarla para dedicarse por completo a salvaguardar la de su padre. En cualquier caso, «Diario rural», por suerte, ha llegado hasta nosotros y podemos leerla.

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