Me encanta el otoño, el anticipo de los primeros fríos subiendo por la espalda y ese el olor a leña que tiñe las calles de colores tierra, los tonos ocres y cítricos del ambiente, las castañas asadas de los puestos ambulantes, aunque cada vez más escasos, o de alguna frutería que compite con Halloween con todos sus recursos.
Salgo de casa y, cuando atravieso la Plaça de l’Aragó, compruebo que aún resiste la flor violácea de las Jacarandas y recuerdo que los árboles pronto perderán las hojas y quedarán desnudos, vestidos de sobriedad. Me pregunto si habrá otros ejemplares en el pueblo, además de mis vecinas vegetales, de modo que emprendo la búsqueda y descubro muchas más de las esperadas, también que no florecen por igual en las zonas umbrías que en las calles o en las plazas soleadas y cálidas del pueblo.
De hecho, en los rincones más húmedos y donde apenas llega el sol, la jacaranda carece de flor, aunque las ramas de estas se elevan y sobrepasan algunos edificios a diferencia de las otras, situadas al otro lado de la acera, en la plaza vecina. ¿Se plantaron las del centro anteriormente?
Camino hacia los almeces para casi despedirme de sus copas frondosas y caducas, del contraste perturbador y violento entre el verde de las hojas y las nubes gris marengo de finales de verano y de estos últimos días. Llego hasta el barrio pesquero, anclado al otro lado de la vía, donde crecen rosas de siria como las que veo a diario en la calle que conduce al trabajo, en Barcelona, y me pregunto por qué últimamente encuentro este tipo de especies, desconocidas hasta ahora, en muchos pueblos y ciudades.
En cuanto llego a casa enciendo el ordenador, inicio una búsqueda en Google y encuentro un artículo de El Periódico que habla sobre el arbolado de Barcelona —yo incluiría el de gran parte de Cataluña, si no toda—, que describe los cambios producidos en la flora y en la vegetación urbana, en los últimos veinte años.
Y descubro que donde hace un tiempo se plantaban plátanos con frenesí, sobrepoblando las ciudades, incluso aquellos lugares donde sus copas magníficas apenas cabían colmando la paciencia de alérgicas y de alérgicos, ahora crecen jacarandas o almeces como los de mi pueblo de adopción. En el mismo artículo leo que ha cesado el boom de las palmeras, lo que es de agradecer —espero que en favor de árboles frondosos—, y señala al cambio climático como responsable de la alteración en el paisaje y de que se haya pensado en especies fácilmente adaptables para poblar las calles y avenidas a lo largo y ancho de pueblos y ciudades.
Sea como sea, y pesar de lo que este año ha tardado en llegar, espero seguir disfrutando del otoño, de nuestro otoño, durante mucho tiempo, de los olores cálidos, de las flores tardías, de las aves migratorias que vuelan hacia el sur y que veo una tarde cualquiera desde mi calle.
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