Durante los meses de verano, especialmente en época de vacaciones, dirigimos la vista al exterior del hogar con más frecuencia que el resto del año y enfocamos la mirada en posibles destinos donde pasar unos días. Hoteles de playa o de montaña, visitas al pueblo que nos vio crecer o a uno de aquellos rincones inolvidables prendidos a nuestra memoria, tal vez en el transcurso de una excursión irrepetible.
Y al margen de maletas y del deseo de cambiar el entorno por breves periodos se encuentra todo aquel que por diversos motivos se queda en tierra firme y pasa el verano en el domicilio habitual, con más suerte, en la mayoría de los casos, que la autora de este fascinante ensayo, «El sonido de un caracol salvaje al comer», publicado por la editorial Capitán Swing y galardonado con el premio National Outdoor Book Award 2010.
La autora, Elisabeth Tova Bailey, introduce su obra con un prólogo en el que detalla los síntomas repentinos provocados por un virus, contraído en su viaje por Europa, que la obliga a volver a casa desde los Alpes. ¿Qué pasaría, me preguntaba mientras leía, si durante unas vacaciones y mientras contemplo por la ventana las vistas de un lago helado sintiera que el cuerpo, incapaz de sostener su peso, no pudiera avanzar un solo paso?
Una vez que la autora expone las causas de su estado y que el lector se repone de la agitación suscitada por el planteamiento inicial, narra su experiencia con la enfermedad y las dificultades a las que debió hacer frente para llegar a su casa en EE. UU.
Desde el mismo inicio del ensayo llama la atención la belleza de la prosa, el modo comprensible, elegante y sincero, además de visual, de sus descripciones en lo referente a los cambios provocados en su vida, en su rutina, en las amistades, en esa cotidianeidad necesaria para la mayoría.
Después del prólogo, de definir los miedos y pensamientos pesimistas que la embargaron, a medida que su cuerpo se paralizaba, empieza la primera de las cinco partes que divide el ensayo, cinco partes que reúnen un total de veintidós capítulos encabezados, cada uno de ellos, por una cita literaria introductoria.
En el primer capítulo la vemos en la cama, cuando recibe una de las visitas que la acompañaría en las primeras semanas, es decir, durante el tiempo en el que todavía recibiría un número aceptable de amigos.
Antes de llegar al estudio de la autora, su amiga se detiene a recoger unas violetas silvestres y a plantarlas en una maceta de terracota, en la que ha instalado un pasajero entrañable y habitante de los campos y de los bosques, un caracol.
A partir de este momento relata su día a día, comparte sus reflexiones sobre la vida, sobre la lentitud, la calma, el tiempo, las relaciones con la enfermedad propia o ajena y, a la vez, acerca la lupa a ese animalito que descansa bajo las hojas de las violetas, ventana abierta y con vistas al exterior, pero también al interior de sí misma.
No es difícil comprender su perplejidad por el regalo de su amiga y las dudas respecto a qué podría hacer ella con un caracol, si acaso dispondría de fuerzas para cuidarlo. Dudas que se entreveran con reflexiones sobre la fragilidad humana y lo fácil que es perder la salud y, con ella, el propósito de nuestras vidas.
Me han parecido especialmente interesantes las conclusiones relacionadas con el tiempo. ¿Qué podía hacer una mujer de treinta y cuatro años dominada por la incertidumbre con todas las horas del día por delante? Y nos habla de ese tiempo a través de quienes la visitan, de lo que observa en cada una de esas personas, de su estrés, de sus movimientos, de su ansiedad, espejo, al fin y al cabo, de lo que había vivido ella hasta entonces.
De lo particular a lo universal —si es posible hablar de universalización—, Elisabeth Tova Bailey habla sobre nostalgia de lo que fue, como ocurriría a cualquiera de nosotros en su estado, de su perra Brandy y de los paseos por el bosque juntas, de las vistas del arroyo o de las montañas y nos dirige a la vida natural de la que había disfrutado hasta entonces. Y una piensa en los pájaros que sobrevuelan las ciudades o nuestros pueblos, en las hormigas, en la vegetación que nos rodea, formas de vida ajenas a la cotidianeidad y a las que habitualmente concedemos escasa importancia.
En el tercer capítulo, «exploraciones» explica detalles curiosos como el que da nombre a la obra, es decir, el sonido del caracol al masticar y que ella oía con nitidez. Muestra a su pequeño compañero subiendo por las hojas de la planta o por la pared de la maceta o saliendo por la noche decidido a explorar nuevos territorios.
En un momento dado decide que la maceta de terracota no es lugar para él, de modo que busca un lugar adecuado y encuentra, en un rincón de un granero, junto al estudio donde se aloja, un acuario rectangular, de cristal, que enseguida adapta con el lecho del bosque. En el capítulo cinco relata la vida en el microcosmos y las costumbres del caracol que observaba a diario.
El capítulo 6, «Tiempo y territorio» empieza con las palabras de Emily Dickinson dirigidas en una carta a Charles H. Clark, en abril de 1886:
«La velocidad de los enfermos,
sin embargo, es como
la del caracol».
Cerca de su cama y del terrario, explica, había un reloj y, a medida que el caracol se despertaba, se movía y los segundos se sucedían, la relación entre el tiempo y el caracol le resultaba confusa: el caracol avanzaba por el terrario mientras que las agujas del reloj apenas se movían. ¿Avanzaba su caracol antes que las saetas? Cuando se detenía a observarlo, sin embargo, la embargaba la sensación de que el tiempo había pasado volando sin darse cuenta. Esta, desde luego, es una de las grandes inquietudes de la autora e indiscutiblemente, uno de los temas de la obra.
En el capítulo siete, «Miles de dientes», trata de sus descubrimientos, años más tarde, cuando empezó a buscar información sobre los caracoles terrestres. Los datos que aporta sobre los gasterópodos son interesantes y la literatura alrededor de ellos es abundante. Personalmente, me llamó la atención la cantidad de referencias literarias sobre los caracoles empleadas para encabezar los capítulos, desde los naturalistas del siglo XIX, hasta los poetas y escritores que en algún momento de sus vidas cayeron hechizados por la espiral del caracol.
Entre algunas de las curiosidades sobre este animalito se encuentran el hecho de que tenga más de dos mil dientes o que algunas de las especies sean caníbales y agujereen la concha de otros caracoles o los ataquen a través de su abertura, momento en el que alude a un cuento de Patricia Highsmith.
Asimismo, resulta curioso que en casi todas las lenguas la palabra que da nombre al caracol aluda a su forma en espiral y que la dirección de esta influya en las relaciones que establecerá a lo largo de su vida, pues encontrará el compañero válido en otro individuo cuya espiral gire en idéntico sentido a la suya.
La facilidad de regeneración es otro de los atributos que manifiesta su casita móvil. Si resultara herida, el manto secretaría material y en el lugar de la grieta aparecería una cicatriz similar a las nuestras sobre la piel dañada. Y en un gesto empático establece una analogía graciosa y efectiva con un edificio famoso tratando de sentir lo que experimenta un caracol mientras camina con la concha a cuestas.
En el capítulo 12, «Salto a medianoche», cita unas palabras de Darwin que dirige a través de una carta a un amigo y geólogo:
«Considero que los mamíferos y los moluscos son grupos demasiado lejanos como para poder compararlos».
La evolución de una especie, explica la autora, «viene parcialmente determinada por su historial único de patógenos víricos y bacterianos. Los patógenos reorganizan el ADN celular y, al hacerlo, pueden activar o desactivar ciertos genes, alterando así los rasgos de las futuras generaciones de una especie […] Me pregunté si habría ADN oculto que codificara características de otros animales en mi propio código genético. Todos tenemos algunos genes que por razones desconocidas están en modo “apagado”; quizá los científicos descubran algún día como activar esos interruptores y podamos entonces elegir disfrutar de características de otros animales que podrían resultarnos de interés: una cola, un pelaje a rayas, alas o incluso los tentáculos de los gasterópodos».
Entonces se pregunta esperanzada cómo había afectado en la vida de sus células el virus responsable de su enfermedad, «¿Encontraría algún interruptor con el que restablecer mi salud de manera instantánea?».
Destaca la antigüedad privilegiada de los caracoles y su familia, sobre la tierra, comparada a la existencia del homo sapiens, y habla acerca de la convivencia de lo moluscos terrestres con los grandes saurios, la capacidad de viajar a través de largos territorios y las observaciones de Darwin al respecto.
Una de las características más conocidas del caracol es que es hermafrodita. Así pues, a simple vista, podría parecer que dispone de más posibilidades de encontrar pareja que otras especies, sin embargo, también él impone a su partenaire ciertas condiciones en su elaborado cortejo como pueden ser la edad o el tamaño.
El ensayo se caracteriza por una rica intertextualidad, de modo que alude a Patricia Highsmith nuevamente, a un cuento y a un personaje que observa a dos caracoles enamorados, queda embelesado, y describe el cortejo entre ellos. Lo que ocurre a continuación con el caracol de Elisabeth Tova Bailey, desde luego, es digno de otro cuento de suspense de Patricia Highsmith y de leerse.
Una mañana descubre que su compañero ha desaparecido del terrario. «Desamparada», se titula el capítulo 17, que lo explica. Busca entre el musgo y los helechos, en la cáscara de huevo de la que absorbe calcio, pero no lo encuentra y de repente le aterra la idea de perderlo y de verse privada de su compañía. ¿Cómo podría seguir adelante y hacer frente a la enfermedad sin él, en su situación?
Porque este ensayo no es sólo un libro que trate de caracoles, sino que maneja con sensibilidad cuestiones propias del ser humano, del tiempo, de su uso y de su paso, de la pérdida, de la lentitud y de la vida calmada. Es una lectura interesante, pacífica, deliciosa.
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